Ser familia colaboradora es una experiencia muy especial y llena de emociones. Se empieza con el deseo de ayudar a alguien, con la ilusión de hacer más feliz a un niño o niña que lo necesita. Se viven momentos muy mágicos, como el primer encuentro, cuando ninguna de las dos partes sabe con quién se va a encontrar, al que siguen otros momentos de primera vez, como la primera noche en casa, las primeras risas todos juntos… son pildoritas de felicidad para toda la familia. Pero lo realmente bueno y reconfortante es cuando poco a poco llega la rutina, y ya todos nos vamos acomodando los unos y los otros, nos vamos conociendo, aceptando, compartiendo y encontrando cada uno su espacio, comprobar que todo eso va siendo posible es lo que hace sentir de verdad muy bien.
En nuestro caso, somos una pareja con dos niños de 10 y 13 años de edad y colaboramos con otro chico de 13 años y que tiene una discapacidad leve. Mis hijos, cuando les propusimos la idea de ser Familia Colaboradora, les pareció genial y es increíble la naturalidad con la que, desde el principio se han relacionado con Jacobo. Eso es lo mejor, nadie se siente especial ni piensa que está haciendo nada extraordinario por nadie, simplemente disfrutamos del estar juntos, de contarnos nuestras cosas, de estar y sentirse en familia, a lo que todos tenemos derecho y estos niños y niñas también.